Las investigaciones cualitativas de la conducta electoral confirman una premisa del sentido común: las palabras pueden reunir a los individuos o establecer abismos entre ellos. Sucede que el modo de vivir condiciona la manera de expresarse. Las personas configuran, según la experiencia, los argumentos que manifiesta su lenguaje verbal. Un ejemplo: el testimonio dramático de alguien que dice “debí dejar de aplicarme insulina para comer”, contrasta fuertemente con el que afirma, acaso con preocupación, pero sin angustia, “quiero un país mejor”. Así, los que no tienen para comer se reflejarán antes en sus pares, mientras que los que aguardan que la sociedad mejore se identificarán con los que poseen el mismo anhelo. Esto no condena a las clases sociales a no entenderse, pero fija el límite de la comprensión. Esta es la verdadera grieta: el que tiene puede abstraer, pensar en las instituciones, imaginar el progreso; el que no tiene está condenado a resolver lo inmediato, de lo que depende su subsistencia. Como puede sospecharse, estos dos ciudadanos imaginarios votarán diferente en octubre.
El psicoanálisis estableció una distinción relevante que quizás ayude a entender las divergencias entre unos y otros votantes. Diferenció la necesidad, la demanda y el deseo. Satisfacer las necesidades básicas remite a objetos específicos: alimento para saciar el hambre, agua para saciar la sed; la demanda, en cambio, se desentiende de los objetos concretos para dirigirse al otro con solicitudes: se pide amor, cuidado, reconocimiento, justicia. Más allá de la demanda reside el deseo. Su objeto no es concreto, como en la necesidad, sino absoluto, indeterminado. Por eso no puede saciarse nunca. Pero esa insatisfacción se traduce paradójicamente en una búsqueda incesante que garantiza la vitalidad. Regresando a nuestros votantes imaginarios: el pobre vive en la necesidad y expresa demandas concretas. Quiere alimentos, trabajo, salud, educación, infraestructura. El pudiente puede darse el lujo de desear y expresarlo de manera abstracta: un país mejor. Insulina contra instituciones. Necesidades versus deseos.
Imaginar un votante hambriento y otro satisfecho es una simplificación, omite a la clase media, pero constituye una metáfora de la desigualdad que condiciona cada vez más la forma de votar, arrojando resultados que descolocan al sistema. Los Trump de este mundo son el producto de la exclusión, los pastores de un pueblo paria impedido de desear, atado a necesidades elementales, manipulado por la desesperación y el resentimiento. En la Argentina el dilema volverá a plantearse en octubre: reconstruir instituciones, respetar la ley, modernizar la economía, versus ofrecer trabajo, mejorar el ingreso, garantizar salud y educación públicas, repartir con más equidad. Trastocando esta disyuntiva, el marketing político cultiva el temor y acentúa la polarización. Para unos, la amenaza es el regreso del populismo, para los otros es la explotación de los ricos. El que meta más miedo tal vez triunfe. Aunque quede afuera buena parte de la sociedad, que quiere otra cosa.
La estrategia de los principales candidatos deriva en un debate sobre la sucesión temporal. Para el Gobierno, el pasado constituye una desgracia, el presente comienza a reverdecer, anticipando un futuro donde la mayor parte de los problemas se solucionará. Es lo viejo contra lo nuevo, lo sano contra lo enfermo; la eficacia versus la ideología. Retornando al psicoanálisis: se trata de una utopía acorde al deseo. Los que la elijan saben que nunca podrá concretarse del todo, pero quererla de alguna forma ya es poseerla. Desear un futuro mejor es tener sueños, rejuvenecer, trabajar en equipo, idealizar, representar la novedad, embellecer el mundo. Ser Pro.
Para la oposición, cuyo emblema es Cristina, el tiempo aparece invertido: el pasado es un recuerdo feliz, el presente es la sede del sufrimiento y el futuro no existe, ha sido sustraído. Ser explotado en el presente y tener el futuro expropiado dispara la paranoia: es la obra de los poderosos que manejan la economía para satisfacer sus intereses, en contra de las mayorías y en particular de los pobres. El de Cristina es un discurso de la necesidad y el resentimiento, en clave policlasista: cada uno tiene una necesidad insatisfecha que lo impulsa a demandar un presente sin sufrimiento y la restitución del futuro. El deseo quedó en el pasado idealizado. Cristina representa la nostalgia en estado puro. Amarla es evocar un enamoramiento, transitar un duelo.
Los expertos retienen la respiración. Se desconoce si vencerá el deseo o la necesidad. Tampoco se sabe si habrá una opción intermedia. Los sondeos aún no permiten sacar conclusiones. La necesidad remite al “voto económico”, el deseo al “voto político”. En otras palabras: si ganara la ex presidenta la explicación sería material, si triunfara el Gobierno sería ideal. La polis es de Macri, la calle de Cristina.