Una Nochebuena sin disturbios

por Eduardo Fidanza 27/12/2016

Desde que los saqueos precipitaron la salida del poder de Alfonsín y De la Rúa, y el asesinato de los militantes Kosteki y Santillán sepultó el proyecto de Duhalde, a los políticos argentinos les quedó claro que en este país las rebeliones sociales pueden derrumbar gobiernos sin que los mecanismos constitucionales los protejan o los reemplacen legalmente. Por cierto, estos disturbios no son producto del azar o el capricho, sino de una turbia combinación de necesidades no satisfechas e instigadores que aprovechan la debilidad del adversario para tumbarlo. Así de salvaje fue la democracia argentina, al menos hasta 2003.

                                                                                   Foto: Javier Joaquin

Con estos antecedentes, controlar los disturbios en la calle pasó a ser sinónimo de gobernabilidad. Un término complejo de la ciencia política se redujo a una tarea de prevención: evitar tumultos que pudieran llevarse puesto al presidente de turno. Cada partido procesó este fantasma según el trauma sufrido. Pero es evidente que el radicalismo llevó la peor parte, por la secuencia trágica y la patética soledad del final de sus gobiernos. En el caso de De la Rúa resultó aún peor: a los graves problemas sociales y al complot de la oposición hay que sumar a los socios de la coalición gobernante y a buena parte del radicalismo, que lo abandonaron a su suerte. En una democracia madura, los errores presidenciales se curan con impeachments o elecciones, no con asonadas.

En este drama, debe repararse en un detalle: el vínculo entre las fiestas religiosas y la gobernabilidad. La caída de Alfonsín fue en julio del 89, pero uno de sus peores momentos coincidió con Pascuas, con motivo del levantamiento militar de Aldo Rico. La superación del enfrentamiento, que encubrió importantes concesiones a los amotinados, consagró una frase dicha desde el balcón: “Felices Pascuas, la casa está en orden”. Era necesario que la multitud movilizada, dispuesta a defender la democracia, regresara a su casa a celebrar, en la intimidad, la fiesta religiosa. El pueblo en la plaza pública siempre es inquietante, aunque se movilice por causas nobles. Por eso Perón mandaba ir del trabajo a casa y de casa al trabajo. Y por ese motivo la Constitución sublima el gobierno popular a través de representantes. A esta tradición cívica deben sumarse las fiestas religiosas. Ellas también ayudan a desmovilizar. Lo que pudo Alfonsín no lo pudo, sin embargo, De la Rúa: cayó cuatro días antes de Navidad, que quizá no hubiera cambiado su destino, pero hubiese evitado la tragedia.

Alcanzar la tosca gobernabilidad pasa efectivamente por un acto de despolitización. Hay que conducir a las masas de la escena pública a la privada, del disgusto social a la intimidad familiar. Para descomprimir la protesta es decisivo atender las demandas que la provocan, pero en época navideña la tradición católica presta un servicio adicional invalorable: sustrae la atención del conflicto social para enfocarla en los lazos familiares y amistosos. Se sabe que la Navidad actual, sin embargo, es más gasto que devoción, embriaguez que recogimiento, festejo que celebración. En esa herida que el capitalismo les inflige a las costumbres religiosas, se cifra la privatización navideña que contribuye a la gobernabilidad: comprar y regalar, brindar y beber, asistir a espectáculos, son conductas de actores económicos privados que distraen del problema público. Cuando la gente va al shopping, se abstiene de ir a la plaza.

Así, la Navidad se conjuga con la gobernabilidad. Las une la rima consonante de las letras sencillas. Llegar a la Nochebuena sin disturbios es un logro apreciable. Macri, que está sujeto a férreos condicionamientos históricos y estructurales, lo ha entendido. Por eso hizo todo lo posible para garantizar la noche de paz y amor del villancico. Lidió con el fantasma de los gobiernos no peronistas, aceptó los rigores de la debilidad política, reconoció sus límites y prefirió negociar con los poderes fácticos que lo asechan. Mostró disposición al diálogo, muñeca y pragmatismo.

Pero queda un sabor agridulce: es posible que el Presidente, en su fuero íntimo, comprenda que debió hablar con el bolsillo, no con el corazón; con la billetera que disciplina, en lugar de la autoridad política que persuade. Que, en contra de su deseo, fue compelido a reemplazar la austeridad por el dispendio. En otras palabras: que “compró” la gobernabilidad navideña, no que la alcanzó por la fortaleza, acaso improbable, de su liderazgo.