Una celada patética al peronismo fantasmal

por Eduardo Fidanza 17/04/2018

La octava acepción de “fantasma” en el diccionario de la Real Academia es: “población no habitada”. Unas páginas (o unos clics) más adelante se define “patético” -en su segunda acepción- como “penoso, lamentable o ridículo”. “Celada”, por su parte, significa dos cosas: emboscada, acecho al enemigo para asaltarlo, tomándolo desprevenido; y también “engaño o fraude dispuesto con artificio o disimulo”. Articular estas palabras en una oración, describe una acto sin sentido: asaltar, sorprendiéndola con un artificio ridículo, a una población desierta. Apropiarse de lo aparente, poseer un trofeo engañoso, sin contenido. No obstante, para el pícaro -“tramposo y desvergonzado”, según el diccionario- puede ser un recurso para seguir figurando. Un esfuerzo destinado a lograr lo improbable: revertir la decadencia, bajo la forma de vejez o descrédito. Recurriendo otra vez al diccionario: decaer significa para las personas “ir a menos, perder alguna parte de las condiciones o propiedades que constituían su fuerza, bondad, importancia o valor”. Evoca el cuesta abajo gardeliano, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.

Esta semana, una jueza controvertida en edad de jubilarse y un sindicalista desprestigiado compusieron esa escena decadente. Ella, elaborando un fallo “desopilante”, según el acertado editorial de este diario; él, capturando con ínfulas de conquistador providencial una isla deshabitada, metáfora que le cabe a la sede física del PJ de la Capital. A esa sede y a otras, como la de la provincia de Buenos Aires, que en la década del 90 parece que sorprendió a un joven investigador norteamericano del peronismo, quien luego de visitarla observó una paradoja indescifrable para un politólogo extranjero: ¿cómo podía ser que ese edificio vacío y mal iluminado, a cargo de un custodio y una secretaria, alojara la sede del partido político más importante de la Argentina? Esta anécdota le habría ocurrido a Steven Levitsky, que acaso empezó a reformular a partir de esa experiencia las hipótesis que lo llevarían a desarrollar una de las interpretaciones más lúcidas del peronismo, plasmada en numerosos aportes, entre los que se destaca el libro La transformación del justicialismo. Del partido sindical al partido clientelista, 1983-1999, publicado aquí en 2005.

Un capítulo de ese libro contiene la versión reelaborada de uno de los primeros papers que alumbró Levitsky para dejar asentadas las conclusiones iniciales de su investigación de campo. El título es un oxímoron, que constituye todo un editorial sobre el peronismo: “Una desorganización organizada”. El texto original comienza así: “El Partido Justicialista o ‘peronista’ argentino representa desde hace tiempo un misterio para los analistas. Si bien su fuerza electoral está más allá de toda discusión, la debilidad e inactividad de la burocracia partidaria y de los cuerpos formales dirigenciales han llevado a numerosos estudiosos a describir la organización de este partido como inexistente”. Lo ejemplifica con adjetivos empleados por investigadores que lo precedieron, para describir al Partido Justicialista original y al actual: “cadáver”, “apéndice de las instituciones estatales”, “membrete” o “sello”, manejado por un pequeño grupo de operadores asentados en la provincia de Buenos Aires.

No se necesita ser peronista para constatar que esta es una descripción insuficiente, que puede deleitar a sus adversarios, pero omite la fortaleza del movimiento que dominó la inestable democracia argentina en los últimos 70 años. Levitsky cifró esa solidez caracterizándolo como un partido de masas informal, cuya originalidad consiste en conjugar una base de organizaciones y militantes estable y capilar, asentada en el territorio, con una cima fluida y descentralizada de dirigentes locales, provinciales y nacionales. El énfasis está puesto en la organización, no en la ideología, que puede mutar, como se ha observado tantas veces. En fin, un fenómeno sociológico y político complejo, que desafía los prejuicios del antiperonismo.

Con su patética celada, la jueza y el sindicalista decadentes podrían potenciar este prejuicio, aportando más causas al certificado de defunción que algunos se apresuran a extenderle al movimiento fundado por Perón. Es contagiosa “la manía de hablar de la muerte del PRI”, como dicen los mexicanos. Pero esos no son los datos que hoy poseen los investigadores. Por esta razón, quizá sea conveniente no confundir el justicialismo fantasmal con el real y la pérdida ocasional del poder con el ocaso definitivo. Y tampoco sostener dos afirmaciones no demostradas: 1) que la corrupción incumbe principalmente al peronismo; y 2) que se puede capturar pronto, con obras y programas sociales, su voto, arraigado en los sectores populares.

La evidencia indica otra cosa, moderando el optimismo oficialista: en este país la corrupción es estructural, salpica a todos; y, por ahora, el representante electoral de la mayoría de los pobres sigue siendo el peronismo.