Un país que se debate entre la posverdad y la sospecha

por Eduardo Fidanza 03/04/2017

Sostener que Venezuela es la panacea y que Macri es la dictadura es recaer en la posverdad, un concepto popularizado en el hemisferio norte el año pasado. En cambio, estigmatizar a los que no comparten esas afirmaciones, tildándolos de enemigos, es un recurso antiguo, empleado a menudo por el autoritarismo político. Otras voces, de estirpe progresista, se alzan para polemizar con esas posturas maniqueas, buscando restablecer una premisa perdida durante la década pasada: los conceptos de derechos humanos, justicia social y buen gobierno pertenecen al conjunto de la sociedad, no son propiedad de sectores que los utilizan, con prepotencia, para defender sus intereses. Sin embargo, a los argumentos racionales y democráticos parece resultarles cada vez más difícil doblegar lo que se llama posverdad o mentira emotiva.

En una interesante nota, publicada en la nacion en febrero pasado, José Nun precisa el sentido de este término, que alcanzó celebridad con el Brexit y Trump: los hechos objetivos importan menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias. Es decir, la apariencia de la verdad significa más que la verdad fáctica. La manipulación afectiva prevalece sobre los diagnósticos, el saber de los expertos es desplazado por los sofismas de los demagogos, que saben mentirles a las masas frustradas y escépticas. Esto no es casual, dirá Nun, sino la consecuencia de un capitalismo que no acierta a superar su crisis, generando pobreza y desigualdad. El ocaso de la racionalidad no es ajena al reparto inequitativo de los bienes. Dicho de otro modo: la probabilidad del antiintelectualismo crece con la injusticia.

Ahora bien, cuando en el mundo acechaban los Trump, la Argentina hizo el camino inverso: decidió terminar, por estrecho margen, con una expresión clásica de los nuevos populismos, como fue la saga de los Kirchner. Pero vale recordar cómo comenzó esa historia: el relato K se construyó sobre las demandas no atendidas por el sistema, a partir de una circunstancia trágica que dejó sin trabajo y esperanzas a millones de argentinos. En eso consiste la razón populista, que conceptualizó Laclau. Luego, sobre la crisis terminal se erigió la mentira emotiva: el Indec, la magnitud de la pobreza, la idealización de Venezuela, la división de la sociedad, glorificando a los leales y difamando a los opositores.

¿Cómo pudo mantenerse tantos años la posverdad kirchnerista? Sin duda, por la mejora material relativa de amplias franjas de la población, desde condiciones críticas. Eso explica por qué todavía hoy uno de cada 3 argentinos la sigue suscribiendo.

Por eso, si la sociedad que consagró a Cambiemos quiere prevalecer sobre el populismo, deberá atender la relación entre injusticia y posverdad. Pero tendrá que librarse también de la sospecha de corrupción que ensombrece a las instituciones. El tema es tan apremiante que no se puede disimular. Esta semana, una jueza acusó al presidente de la Corte Suprema de querer desplazarla porque está investigando acusaciones de corrupción que pesan sobre él. La magistrada, que se aferra a su cargo contradiciendo el mandato constitucional, decidió, sin embargo, defenderse: denunció que sufre presiones inéditas, que la Justicia está muy desacreditada, que su hijo fue desplazado de un cargo porque “el que no roba (en la Justicia), no sirve”. A la funcionaria no le falta razón, al menos sobre la imagen del Poder Judicial: según una encuesta de Poliarquía e Idea internacional, más del 50% de los argentinos cree que los jueces y la Corte Suprema son permeables a las presiones políticas.

Todavía hay más. En un libro que está a la venta, pero días atrás desapareció misteriosamente de las librerías, una sólida investigación periodística refuerza la presunción de que el presidente de la Corte no está limpio. Elisa Carrió, la aliada de Macri más popular y contundente, sostiene que la jueza y la autora del libro tienen razón en sus indagaciones. La investigación de la magistrada, que compromete al jefe del máximo tribunal, versa sobre Fútbol para Todos. El encadenamiento de personas y circunstancias potencia las suspicacias y plantea dudas sobre el afán innovador de Cambiemos: Macri hace equilibrio entre el presidente de la Corte, sospechado de negocios espurios con el fútbol, y su aliada; en paralelo, la AFA consagra con lista única una nueva directiva, apenas disimulada con cosméticos, que asocia a sindicalistas sin crédito con amigos íntimos del Gobierno que operan en la Justicia.El nuevo presidente de la AFA dice, no obstante, que hay que “refundar el fútbol”. Quizá sin saberlo, Claudio Tapia celebra la boda del continuismo con la sospecha, un matrimonio inconveniente para trascender el relato populista.

En rigor, y a pesar de las críticas a derecha e izquierda, al transparentar la inflación, sincerar la pobreza y asumir el saneamiento de la macroeconomía sin sacrificar la política social, el Gobierno puso las bases de un nuevo régimen que supere el populismo. Sin embargo, no parece suficiente. Acaso deba enfrentarse ahora con sus propias opacidades y ambivalencias, para confirmar, antes de que sea tarde, que su intención verdadera es transformar a la Argentina.