La ansiedad viral

por Eduardo Fidanza 02/03/2017

El diccionario aún no acuñó el infinitivo “viralizar” y sus conjugaciones. Cuando lo haga, es cuestión de poco tiempo, habrá consagrado una de las expresiones más usadas hoy por la gente y los medios de comunicación. Viralizar es furor. Podría decirse, reformulando la célebre frase de Marshall Berman, que todo lo insólito se viraliza en las redes. Resulta facilísimo hacerlo y sus resultados son espectaculares. Constituye el pasaje más eficaz a la efímera celebridad. Basta un celular inteligente, que grabe, fotografíe y filme con mínima fidelidad, para hacer circular por el ciberespacio el material recogido, apenas con un touch en la pantalla.

Esta metodología, recordarlo ya es un clisé, debilitó dramáticamente las barreras impuestas por la intimidad: cualquier acto privado puede subir a Twitter, Facebook o YouTube y hacerse público al instante. Los más recónditos secretos de cualquier individuo, con independencia de su voluntad, quedan expuestos a la multitud mediática. En una clasificación somera e impresionista podría decirse que los contenidos que se viralizan tienen cuatro fines: la denuncia, el exhibicionismo, el humor y la comunicación de sentimientos u opiniones. Lo que se vuelve viral puede ser un acto espontáneo o cuidadosamente preparado, responder a una banalidad o surgir de una situación dramática, ser producido en la cima de la sociedad o en sus márgenes.

Los contenidos que se tornan virales incluyen también opiniones o sentimientos, siempre que sean breves y rápidos. A veces lindan con el humor, en otras ocasiones resultan un indicio de la desesperación. En algunos casos operan como síntomas del estado anímico de la sociedad o de alguno de sus estratos. Sin forzar la interpretación, podría incluirse en esa categoría a dos materiales que saturaron los medios estos días. Uno es un audio, que se difundió con el título “La loca de Mar Azul”; el otro, sin nombre preciso, es un video de una mujer que teme que su auto se sumerja en una laguna superficial. Estos contenidos tienen un elemento en común: expresan la exasperación y la angustia de dos mujeres de clase media ante hechos cotidianos, no necesariamente dramáticos. Bien podrían pertenecer a la saga almodovariana.

Pero no fue la única protagonista. La señora del auto, que al atravesar una calle anegada después de una tormenta cree que su vehículo se hundirá, le grita desesperada a su hija adolescente que implore a Dios, pero la chica, que graba la escena con su smartphone, le contesta: “No sé rezar”. El auto, para regocijo del fabricante, supera indemne la prueba. No pasó nada y pasó de todo: la hija recibe innumerables adhesiones en Twitter por exhibir al mundo los nervios místicos de su mamá y haberle respondido con desparpajo nihilista. Tal vez, quién sabe, su “no sé rezar” sea el síntoma de una clase media descorazonada que teme hundirse al regreso de unas vacaciones gasoleras, abandonada por el dios del consumo después de un año recesivo.