Qué se juega en la próxima elección

por Eduardo Fidanza 21/06/2017

Más allá de la normal indiferencia que la población les otorga a las elecciones democráticas, aquí y en el mundo, las próximas legislativas encierran una importancia singular para los competidores. Como pocas veces en el pasado, las fuerzas que intervengan y los dirigentes que las encabezan se jugarán en ellas el futuro de sus proyectos de poder. Si esto es así, el comicio obrará como una suerte de selección natural, habilitando a unas especies y descartando a otras. El descarte puede ser fulminante para algunos y retardado para otros, pero tarde o temprano cada participante experimentará las consecuencias de su performance electoral. En cuanto al éxito, será más difícil evaluarlo porque tal como están las relaciones de fuerza, ninguno logrará imponerse por una ventaja considerable que lo consolide como actor dominante.

¿Cómo llegó esta elección a ser especial? Hay que retrotraer la escena al resultado de las presidenciales de 2015: entonces el partido más nuevo del sistema desbancó a la fuerza hegemónica. La mutación no es sólo política sino también sociológica y cultural. Un David posmoderno, que reemplazó al pueblo por “la gente” y a la historia por “la agenda”, se llevó puesto a un Goliat de masas populares, cuyo relato se afincó por décadas en la reivindicación de los más humildes, a los que proveyó de identidad y bienes materiales. ¿A qué se debió semejante mutación? Una respuesta probable es que Pro y sus aliados se filtraron por una de las tantas fisuras de ese coloso, anquilosado y tan seguro de sí que subestimó las candidaturas inadecuadas, el autoritarismo en los procedimientos y su impericia para mantener condiciones económicas favorables.

En octubre los protagonistas serán los mismos, pero la relación entre ellos aparecerá invertida. El partido pequeño fortaleció su poder encaramándose en el Estado nacional y la principal provincia, y ahora será desafiado por el gigante caído en desgracia. Si Pro gana la elección confirmará y consolidará su poder político poniendo en duda que el peronismo, en cualquiera de sus expresiones, pueda volver a gobernar el país, al menos por un tiempo considerable. Si Pro y sus aliados fueran derrotados será muy difícil que la sociedad argentina no regrese rápido a su mítica creencia: a este país sólo pueden gobernarlo los peronistas. Es probable que para reforzar esa fatal convicción, el peronismo se reorganice en torno al líder triunfante y éste -o ésta- empiece el camino a la presidencia en 2019.

En torno a este drama se elaboran estrategias, tácticas, cálculos, hipótesis, alianzas, candidaturas. Al día de hoy restan conocerse datos clave, pero la ansiedad de los actores, que contrasta con la indiferencia de la calle, ya alcanzó el apogeo. Para empezar, la lectura del triunfo o la derrota dependerá de cómo se construya la noticia. ¿Quién ganará? ¿El que salga primero en Buenos Aires? ¿El que sume más en el total nacional? En tal caso, ¿cómo se armará ese cómputo, con qué criterios? En segundo lugar, no queda claro si en esta elección predominará el voto por razones políticas o por razones económicas. Si fuera por razones económicas el Gobierno debería ser castigado porque la percepción es que los ingresos y el trabajo no mejoraron o directamente empeoraron. Si prevalecieran motivos políticos, entonces el oficialismo habrá logrado que los votantes crean que Pro constituye una nueva manera de tramitar el gobierno y la política, más eficaz y orientada a consolidar las instituciones. El voto económico es concreto, basado en la experiencia del pasado inmediato, mientras el voto político es etéreo y enfocado al futuro. El votante deberá elegir entre expectativas de mejora y resultados palpables.

El que mejor demuestre sus supuestos será el ganador. Es una cuestión de estrategia. Pero la fiebre del triunfo no debe ocultar dos realidades: primero, que aunque gane, ninguna fuerza tendrá poder suficiente para imponer su voluntad a las demás; y segundo, que el país tal vez pueda dejar atrás el populismo, pero su economía sigue siendo tan inequitativa, volátil e ineficiente como lo fue siempre.