Macri, ante un dilema económico y social

18/04/2017

Para entender las disyuntivas actuales de la Argentina, quizá sirva recordar los rasgos del capitalismo en sus orígenes. Los relatos de Dickens los ilustran, con sus crónicas de la miseria londinense. La clave fueron la innovación y la explotación de los asalariados, en una situación de asimetría absoluta entre el capital y el trabajo. Pero esas condiciones iniciales eran insostenibles. Con el tiempo se desarrollaron los sindicatos y la legislación social, que contribuyeron a legitimar a los gobiernos democráticos burgueses frente a la protesta social y la revolución. Entre los antecedentes de esos progresos, suele citarse la Alemania de Bismark ,que produjo la primera legislación social de avanzada a fines del siglo XIX.

Cuando el capitalismo equilibró un poco más el trabajo con el capital, pudo describirse el conflicto de fondo del sistema. Acaso fue Max Weber quien mejor lo formuló al distinguir dos racionalidades en pugna: la del cálculo económico, a la que llamó “formal”, y la del bienestar social, a la que denominó “material”. El sistema económico capitalista, según Weber, se basa en el cálculo técnico expresado en dinero; la racionalidad material depende de los valores que una sociedad postule como estándar de vida aceptable para sus miembros. Solo una política de distribución de los ingresos puede conciliar el conflicto entre esos principios antagónicos. Este tipo de visión, formulada hace un siglo, explicaría en adelante el conflicto entre el capital y el trabajo. Estado, sindicatos y empresarios serían sus protagonistas centrales.

La racionalidad formal de Weber podría traducirse hoy como las condiciones de una macroeconomía sana, mientras la racionalidad material equivaldría a las reivindicaciones de los trabajadores. Estas dos fuerzas enfrentadas son las que atenazan a Macri. Resulta imperioso corregir el legado del kirchnerismo, que destruyó la macroeconomía para mantener altos los estándares de bienestar. Ésta es una de las formas que adquiere el populismo, llevado por el régimen anterior a un extremo que tornó inviable crecer, disminuir la pobreza y recibir inversiones.

Los Kirchner se excedieron, pero no innovaron. Exacerbaron las expectativas de bienestar acoplándose a una tradición impulsada por el peronismo y el radicalismo, y no quebrada del todo durante la dictadura. Con algunas excepciones, el valor relativamente alto del salario real y la baja tasa de desocupación en las últimas décadas lo atestiguan. Ese estándar de bienestar puede discutirse, pero forma parte de la cultura económica e institucional de este país.

Visto desde la lógica de la ortodoxia económica, esos logros fueron ilusorios e insostenibles en el tiempo: se solaparon con altas tasas de inflación, déficit fiscal, inestabilidad monetaria y formas espurias de financiamiento. Aunque el diagnóstico resulta acertado, la terapéutica recomendada es inaplicable: recortar drásticamente el déficit fiscal despidiendo empleados públicos, reduciendo programas sociales, eliminando subsidios y retenciones, abriendo la importación, suprimiendo trabas y dejando la economía librada al mercado. Éstas son las voces de la derecha económica que sostienen que Macri práctica un “kirchnerismo de buenos modales”: se niega a las reformas de fondo, reemplazándolas con parches y cosméticos.

El reconocido economista Marcelo Diamand explicó la miopía ortodoxa, puntualizando la naturaleza sociológica y cultural del conflicto: “La presión social que siempre existe para lograr el aumento de los salarios reales se multiplica muchas veces cuando significa oponerse a las medidas que pretenden bajarlos. Psicológicamente, el nivel ya alcanzado por los salarios reales se convierte en un estándar «normal» de referencia y su disminución se siente como un atentado contra los derechos adquiridos. Por ello, mientras para el pensamiento económico el salario real es una variable de ajuste, para la sociedad moderna la preservación del salario real es un objetivo fundamental”.

Si el capitalismo mundial no puede regresar a la Londres de Dickens, menos lo hará el capitalismo argentino luego de consagrar expectativas e instituciones orientadas a garantizar determinado nivel de vida a sus asalariados. Sin embargo, crece la conciencia de que ese capitalismo debe ser reformado. Corporaciones sindicales extorsivas, empresarios prebendados del poder de turno, baja productividad laboral, “costo argentino”, corrupción, pobreza, baja calidad educativa, inflación y otras desgracias lo demuestran. Sin cambiar esas realidades será imposible progresar.

La cuestión es cómo resolverlo sin ortodoxias ni violencia. Se trata de alcanzar un capitalismo eficiente con expectativas de bienestar, acorde a la cultura económica de los argentinos. Para eso, el gradualismo es el camino cierto, aunque requiere el arte del acuerdo, un ideal inicial de esta administración. Quizá sea tiempo de recrearlo, cuando todos parecen entusiasmados en ganar la calle, pintarse la cara y polarizar.