Macri, ante el juego de “suma cero”

por Eduardo Fidanza 18/08/2016

Aunque sea un clisé del análisis político y económico, la referencia al juego de “suma cero” resulta apropiada en circunstancias como las que atraviesa el país. La teoría de este juego es compleja, pero puede describírsela con sencillez con la ayuda de la enciclopedia digital, a la vez inevitable e inconfesable. La definición dice: “En la teoría de juegos no cooperativos, un juego de suma cero describe una situación en la que la ganancia o pérdida de un participante se equilibra con las pérdidas o ganancias de los otros participantes. Se llama así porque si se suma el total de las ganancias de los participantes y se restan las pérdidas totales el resultado es cero”. En otras palabras: el ganador se lleva todo lo que el perdedor resigna. Por eso, cada participante está obligado a prevalecer, sabiendo que si es derrotado no tendrá ninguna compensación.

En términos sociológicos y económicos, las situaciones asimilables a este tipo de juego se caracterizan por una lucha por bienes escasos, donde los jugadores no confían en que la distribución pueda ser relativamente justa. Por esa razón no cooperan y se embarcan en un todo o nada contraproducente para el orden social. Por cierto, éste no es un problema argentino. A fines de los años 70, Lester C. Thurow, un economista del MIT que polemizaba con Milton Friedman, publicó un libro titulado La sociedad: un juego de suma cero. La tesis de Thurow, que años después advertiría sobre el futuro del capitalismo, es que los problemas económicos tienen una base distributiva. Para él la democracia americana no generaba un reparto equitativo, provocando que lo que unos perdían, otros se lo llevaran. Thurow estaba explicando la enorme desigualdad que el capitalismo empezaba a generar entonces.

Si no se corrigen ciertas tendencias, la Argentina podría encaminarse a un problema de distribución que culminara en una suma cero. Se trata de una cuestión compleja, que involucra aspectos económicos, sociales y políticos. La impresión es, en primer lugar, que ocurre una puja múltiple por el reparto de bienes económicos, de contingentes electorales, de territorios geográficos y de concepciones ideológicas. Y en segundo lugar que el conflicto está condicionado por, al menos, cuatro déficits: de liderazgo, de recursos fiscales, de crecimiento económico y de conductas cooperativas. En esas condiciones, el Gobierno enfrenta escollos difíciles de superar si no logra una convergencia de intereses sectoriales: desdibuja su liderazgo, no consigue corregir el balance fiscal ni impulsar el crecimiento, fracasa al inducir conductas asociativas. A esos condicionantes habría que sumarles dos factores más que agravan el cuadro. Uno son los errores de implementación de políticas públicas; el otro, paradójicamente, es el ejercicio de un liberalismo político, con independencia de poderes y pluralismo informativo, que acentúa la sensación de vulnerabilidad de los actores y de los consensos.

La transición empezó bien, aunque los elementos que la complicarían estaban al acecho. Los primeros meses del nuevo gobierno produjeron cambios significativos, que la mayoría demandaba. Básicamente, liderazgo moderado, diálogo político, lucha contra la corrupción, salida del cepo. Esos logros concitaron una aprobación inicial del 70%, consolidada ahora en torno del 55%, una cifra nada desdeñable en momentos de crisis. Sin embargo, este impulso no parece haber alcanzado aún para afrontar el problema mayor: cómo racionalizar la economía, mientras se consigue el consenso de las elites y la conformidad de la sociedad. Este objetivo, según el programa del Gobierno, comprende tres operaciones: primero, liberar de impuestos y trabas a sectores dinámicos de la economía local para que inviertan; segundo, restablecer la relación con los mercados internacionales para atraer crédito y capitales externos; tercero, inducir a una baja del salario sin generar desocupación masiva. La idea, quizá demasiado simple en la actual etapa del capitalismo, es generar un círculo virtuoso, que asocie inversión, crecimiento y creación de puestos de trabajo.

A ocho meses de gobierno estos objetivos están pendientes, lo que no equivale al fracaso. Frente a ellos existe la misma expectativa que cuando una moneda está en el aire: puede ser cara o cruz. No obstante, el balance hasta ahora arroja claroscuros que deben atenderse: la economía local, más allá de los propósitos, todavía está en deuda; las inversiones se insinúan, pero no fluyen; el descontento social crece; la inflación cede muy lentamente; aumenta la pobreza; los sindicatos callan, pero no otorgan; el peronismo sigue fragmentado, aunque no incomunicado. La actitud poco cooperativa persiste en la estrategia de los actores, que asumen posiciones defensivas y desconfían.

Frente a esto, tal vez el Presidente deba replantear su estrategia, acaso teñida de excesivo individualismo. El juego “suma cero” se conjura con tres antídotos: liderazgo, consenso y crecimiento. Promover un acuerdo sectorial amplio, que encabece con firmeza y convicción, puede ser el requisito necesario para recuperar iniciativa, remover desconfianzas y alinear a las fuerzas productivas del país.