Lo que no admite el arte del acuerdo

por Eduardo Fidanza 04/12/2017

El conflicto con los mapuches, que ha ocasionado violencia y muertes, tiene todos los rasgos de una cuestión muy compleja, difícil de encarar y resolver. Por cierto, la sociedad mediática y las divisiones ideológicas no contribuyen al esclarecimiento. Los medios audiovisuales simplifican los hechos y la grieta los reduce a opciones antagónicas: o el Gobierno o los mapuches. Blanco y negro, buenos y malos: soluciones binarias para mentes que renuncian a la inteligencia y el reconocimiento del otro. Como en todo problema político intrincado, que involucra al Estado y a fracciones de la sociedad, le toca al gobierno de turno un rol crucial de orientación y responsabilidad. En este sentido, la forma en que describa y asuma el problema le permitirá acercarse a la solución o dificultarla. Un análisis desapasionado del caso muestra que el oficialismo exhibió dos herramientas, tal vez contradictorias, para encarar la reivindicación mapuche: por un lado, la teoría de la ley y el orden; por otro, la negociación.

La ministra Bullrich, a la que debe reconocérsele compromiso y buenas intenciones, ha expuesto con polémica claridad el requerimiento de orden, inspirado en la teoría weberiana del Estado. Sin nombrarla, se refirió a la función estatal de monopolizar el uso de la fuerza, respaldando ese objetivo en el derecho consagrado por la democracia. Esta concepción pone énfasis en el mantenimiento y restablecimiento del orden, que deberá hacerse al amparo de la Constitución. Ese enfoque supone, en primer lugar, un principio discutible: que el mecanismo que vincula al sistema judicial con el restablecimiento del orden público es transparente. Es decir: si se cuenta con una instrucción del juez, el procedimiento se torna automáticamente legal y legítimo. En segundo lugar, existe un problema más amplio: la aspiración al monopolio territorial de la fuerza supone una sociedad homogénea y orgánica que ya no existe en ningún lado. En tiempos de multiculturalismo y pluralismo jurídico, la teoría de Weber atrasa. Mal que les pese a muchos, hoy la regla es la diversidad y el desorden, no la armonía. Eso es lo que los gobiernos inteligentes administran.

El otro error, que ya sucedió en el caso Maldonado, consiste en otorgarles a priori la razón a las fuerzas de seguridad, como ocurrió en Villa Mascardi. La incongruencia se desliza inadvertidamente en el discurso: afirmar que la “versión” de los Albatros equivale a la “verdad”, olvida que “versión” significa el modo en que cada parte refiere un mismo suceso, mientras que verdad remite a la adecuación con los hechos. Es entendible que se quiera reconocer y jerarquizar a las fuerzas de seguridad, a menudo estigmatizadas por la democracia. Pero esto no justifica otorgarles crédito sin más. Esa actitud resulta muy peligrosa, al menos por dos motivos. Primero, porque el nivel de preparación y pericia de los agentes públicos no está asegurado en una administración estatal secularmente ineficiente y muchas veces corrompida. Y segundo, y más dramático, debido a que el chico muerto recibió un tiro por la espalda. Joven, varón y pobre: las víctimas más frecuentes del “gatillo fácil” según las estadísticas. Sólo ese dato aconseja prudencia y desarme de las fuerzas. Y el reconocimiento de que los primeros que deben rendir cuentas son los funcionarios.

La otra línea seguida por el Gobierno es la negociación, que había empezado antes del desenlace trágico. Implica una convocatoria amplia a los mapuches, la Iglesia y otros sectores sociales y políticos. La negociación es inteligente: se trata de escuchar los reclamos cruzados mientras se busca aislar a los violentos. El que negocia asume la diversidad y promueve el diálogo. La negociación sirve también para advertir que el Estado no puede tolerar la ocupación arbitraria de tierras y la agresión a personas y bienes. Negociando, los funcionarios exhiben sus cartas a los grupos en pugna. Y negociando palpan la enorme complejidad del tema, cuyas contradicciones los atraviesan. Deben aceptar una cuota de desorden, pero evitando el desmadre; deben reparar, sin dilación, las deficiencias de un Estado en deuda con los indígenas, una población particularmente vulnerable e incomprendida. Deben, en fin, equilibrar los tantos entre los que demandan orden y los que imploran justicia.

El caso de los mapuches constituye un problema arduo, no ya para una administración sino para la democracia. Pero hay algo más, acaso inadvertido: es también un test del buen gobierno. Del gobierno que se interesa por la calidad antes que por el éxito. Por la integridad, más allá de las encuestas. Kosteki y Santillán sepultaron a un Duhalde débil. En cambio, Macri, aupado en una sociedad que necesita delegar y entronizar un nuevo jefe, puede fortalecerse aun con dos militantes muertos en el sur. Si fuera así, sería un rasgo de lucidez desechar esa equívoca popularidad y enfrentar la protesta social con actitud pacífica y espíritu negociador. El arte del acuerdo no admite balazos por la espalda.