La lección de Próspero para nuestros políticos

por Eduardo Fidanza 31/07/2018

Más de diez años después de la tragedia de fines de 2001, Alexandre Roig, sociólogo francés afincado en el país, escribía en la introducción de su libro La moneda imposible: “Más de una década después la relación con el dólar se mantiene como el eje de nuestra geopolítica y de nuestras mentes”. Acaso esta observación podría confrontarse con la confianza de Perón, cuando preguntó en 1946 a las masas: “¿Alguno de ustedes vio alguna vez un dólar?”. Al cabo de pocos años, ante la crisis externa de principio de los 50, el líder empezó a experimentar la certeza que signaría el futuro argentino: el dólar es la medida del poder y la prosperidad, el principio organizador de una economía inflacionaria, condenada a operar con un peso desvalorizado. Roig, reseñando la convertibilidad, lo llamó “la moneda imposible” (y agregaríamos: fatal), un patrón naturalizado que es inconcebible abandonar. En definitiva, la paradoja de una moneda extranjera que se torna familiar y eterna, sagrada e intocable en la vida pública y privada.

 

Los atributos cuasi sacros de la divisa que supo captar el sociólogo francés, inspirado en su antepasado George Bataille, se revalidaron plenamente en la última crisis cambiaria. La devaluación exhibió una vez más la desnudez nacional: se trastocó la medida del valor de las cosas conmoviéndose las entrañas de la sociedad, cuyas clases debieron replantear sus estrategias de subsistencia tratando de evitar el descenso al abismo. El temor social, como otras veces, fue perder el nivel alcanzado cayendo a un rango más bajo, tanto simbólico como material. En la cima del poder y en la base de la sociedad, en la elite y en la calle, se compartió esa angustia, al ritmo de cotizaciones que desbordaban las pizarras electrónicas. Hasta que un día, hace dos semanas, el dólar se calmó bruscamente a un costo muy alto, dando sin embargo lugar al alivio. Y permitiendo a los actores hacer control de daños y planificar los primeros pasos después del ciclón.

Quizás aquí se bifurque el destino inmediato de la sociedad y las elites. Para los asalariados, cualquiera sea su estatus, la consecuencia fue nefasta: se desvalorizaron a la mitad los ingresos, perdiéndose capacidad adquisitiva, proyectos e ilusiones. Claro que para la clase media significa la reducción de consumos, mientras que para la baja es una aproximación dramática a los mínimos de subsistencia. Para los pequeños y medianos empresarios también resultó una pesadilla: reducción de actividad con altísimas tasas de interés que impiden financiar la caída de las ventas. Acaso las economías regionales experimentaron un alivio, si conservando capacidad financiera y de gestión logran atravesar los laberintos burocráticos y logísticos para exportar sus mercancías. En fin, un panorama desalentador con pocas razones para el optimismo en el corto plazo.

En la elite del poder económico y político el horizonte es distinto. Se abren nuevas oportunidades. Los que poseen grandes reservas en dólares puede retornar a la rentabilidad comprando activos físicos o financieros con precios devaluados. Los intermediarios los esperan con los brazos abiertos. ¿Y los políticos? Ellos ya entraron en campaña como si nada hubiera sucedido. Despejado el fantasma de la ingobernabilidad, a la que precipitó el dólar -en rigor, el miedo al “que se vayan todos”-, oficialismo y oposición exhiben razones para el optimismo. La cima del Gobierno confía en una incipiente recuperación hacia fin de año, en el apoyo incondicional del FMI y el mundo, en la profundización de la decadencia peronista y en el talento de bróker del presidente del Banco Central. Con eso, descuentan que ganarán en primera vuelta el año que viene.

Los opositores, al revés, parecen convencidos de que la crisis es irremontable y arrojará del poder a Cambiemos en 2019. Seducen poco, tal vez por eso confían en ese desenlace. En tanto, la frágil quietud económica revive la autosuficiencia del Gobierno, sepultando la búsqueda de consensos. Mostró disposición a conversar cuando el dólar quemaba, confía en arreglarse solo desde que se estabilizó. Una omnipotencia ciega y peligrosa: si un poco de narcótico alivia el dolor, ya no necesitamos al otro. Ciega, pero no original: el peronismo hace lo mismo. El poder es un espejo.

Sacralizar el dólar parece magia. Creer que la próxima cosecha nos salvará, que el mundo nos ama, que antes fue la soja y ahora será Vaca Muerte, que somos Gardel, también. Tal vez convenga que los políticos vayan al Teatro San Martín a ver una digna puesta de La tempestad de Shakespeare. Próspero, el protagonista, reconoce en el lúcido monólogo final: “Ahora que mi magia he resignado/ solo mi propia fuerza me ha quedado/ que ya es poca”.

Si abandonan la magia y reúnen sus fuerzas, verdaderamente pocas considerando el desencanto social, tal vez nuestros dirigentes aprendan la lección del personaje clásico para superar la crisis. No vendría mal un poco de consenso en lugar de los gastados trucos que acostumbran emplear.