La impotencia del sueño liberal ante la crisis

por Eduardo Fidanza 02/07/2018

La evolución de la economía en los últimos sesenta días muestra un rasgo inédito: las certezas del Gobierno, los economistas y los operadores financieros son devoradas en horas, para ser reemplazadas por otras, que a su vez duran poco, hechas añicos por nuevos datos que las contradicen.

La conocida secuencia de inflación, ajuste y estabilidad está siendo refutada, para dar lugar a un deslizamiento súbito y oscilante, que evoca las emociones de la montaña rusa. Pero, desgraciadamente, no se trata de un juego: este violento sube y baja está provocando en amplias franjas de la población incertidumbre, desesperación y pobreza. Aunque nadie acierta a detener la crisis, todos coinciden en identificar a “los mercados” como el factor que la promueve. Ellos son los que obligan a disparar, los que provocan “la corrida”. Semejan a un depredador voraz, de humor impredecible, que persigue a su presa hasta alcanzarla con nuevas y costosas exigencias, bajo la amenaza de no soltarle el cuello. De asfixiarla.

La metáfora de una sociedad y de un gobierno acosados por una amenaza de tal naturaleza, induce a la reflexión. El símbolo, decía Paul Ricoeur, da qué pensar. En general, las sociedades se sienten intimidadas por fuerzas externas, ajenas a su propia identidad, no por factores consustanciales.

Cuando Orson Welles aterrorizó a los norteamericanos en 1938 con un programa de radio apócrifo donde anunciaba una invasión marciana, puso a la gente ante el fantasma más temido: el alienígena que llega para destruir lo conocido, aquello que otorga confianza y seguridad, reemplazándolo por un sistema ajeno a los valores ancestrales. Se trata de la subversión de las costumbres. Y de la apropiación de la riqueza propia por el extraño. Es la amenaza que blanden hoy los populismos nacionalistas para perseguir a los inmigrantes, obteniendo el apoyo de masas humilladas por el desempleo y la pobreza.

Pero ese no es nuestro problema en estas horas. He aquí la paradoja: no acechan a la sociedad argentina y a su gobierno inmigrantes africanos, ni grupos revolucionarios radicalizados, ni marcianos que descienden de platos voladores. La devastan y oprimen los movimientos impredecibles del mercado, ese término familiar que constituye la base del discurso de la economía liberal clásica. Y que es el criterio adoptado por Macri para ordenar la economía del país y diseñar un programa, de ritmo pausado, para restablecer el sistema de precios, las cargas impositivas, el nivel de gastos e inflación, los incentivos a la inversión y el consumo. Para ello debe haber creído que el mercado es algo previsible, cuyos actores responden a los estímulos según un modelo transparente donde causa y efecto coinciden sin fisuras. El Presidente pensó (y acaso aún lo piense): si se libera el cepo, se desregulan las finanzas, se bajan o anulan las retenciones, se legisla a favor de la inversión extranjera, se iniciará el círculo virtuoso que pondrá a la Argentina rumbo a la modernidad.

Sin embargo, no están sucediendo así las cosas. Lo que se abre, en lugar del progreso, es un abismo. Tal vez Macri podría responder, excusándose a lo Pugliese: “Les hablé con el manual del buen capitalista y me contestaron con el bolsillo”. Y quizá allí resida la verdadera incongruencia con la que tropezó Cambiemos: dentro del propio sistema económico prevalecen fuerzas contradictorias, nocivas para la sociedad: unos defienden un liberalismo utópico, que no existe más que en sus cabezas, mientras otros hacen negocios instantáneos manejando flujos financieros. Unos castigan el gradualismo con exigencias imposibles, los otros ganan dinero con transacciones electrónicas. No asoman actores racionales. Es imposible coordinar conductas. Desapareció el guion. El capitalismo se ha vuelto un dios descerebrado.

Mientras el dólar se acerca a 30 pesos, leamos a Joseph Vogl, en su ensayo “El espectro del capital”: “Cuando nos preguntamos qué realidad se manifiesta en el juego de los indicadores de precios, qué fuerzas subyacentes impulsan las tendencias y las coyunturas y precipitan los sucesos excepcionales y las crisis en los mercados modernos, se torna evidente que la controversia que atraviesa todas estas preguntas testimonia la imposibilidad de responderlas”.

Esa opacidad conceptual y operativa expresa la impotencia liberal ante la crisis. El problema es el desorden y la anomia, antes que el gasto público o el déficit fiscal. Para decirlo en términos de Vogl: falla el realismo liberal, que siempre es prospectivo: no depende de lo que es, sino de lo que será cuando rijan plenamente las leyes del mercado. De algún modo, muchos argentinos fueron seducidos por esta utopía, presentada bajo la forma del regreso a un país normal, imbuido de la corrección económica de un capitalismo escolar e idealizado.

No sabemos cuánto le costará a la Argentina despertar de este nuevo sueño dogmático, tal vez demasiado inconsistente e ingenuo para superar el delirio populista que lo precedió.