La angustiante elección de un país mal administrado

por Eduardo Fidanza 16/04/2019

Administración, política e ideología: cada una de estas esferas genera innumerables controversias públicas, escuelas de pensamiento, debates académicos y bibliotecas enteras. Están siempre en el centro de las preocupaciones. Y constituyen un tema clásico de la sociología política porque se vinculan a un hecho clave de la modernidad: el gobierno de las naciones bajo el sistema capitalista. De las tres, la ideología es acaso la que más disensos suscitó en los últimos tiempos. De ella se dijo que había caducado: hace casi sesenta años, el sociólogo Daniel Bell decretó su ocaso. Sin embargo, esta predicción, basada en la confianza en la universalización de la democracia y la economía de mercado, no se cumplió. En las últimas décadas, la ideología regresó con brío dándoles una impronta singular y preocupante a muchos gobiernos.

El hecho de que esté asociado a la gobernabilidad y el capitalismo obliga a considerar en conjunto el fenómeno administrativo, político e ideológico. Si se observa la casuística puede llegarse a una conclusión: los buenos gobiernos combinan estos planos de manera equilibrada. La ideología fija las metas generales; la política coordina la competencia y los consensos, y la administración aplica los procedimientos técnicos que requiere el ejercicio del gobierno. Así, la orientación según valores, la dirección de los asuntos públicos y la burocracia convergen, aunque manteniendo la distinción e incumbencia de cada ámbito. Para poner un ejemplo: un gobierno puede ser pro-Estado o promercado según su orientación ideológica, pero eso no implicará una desvalorización de la esfera política ni una mala administración que lesione las cuentas nacionales. El desacople conduce a las caricaturas: populismos intoxicados de ideología que destruyen la administración o, en el otro extremo, tecnocracias centradas en la administración que subestiman la política y carecen de valores.

En nuestro país, estas esferas pocas veces estuvieron armonizadas. La tendencia fue vulnerar la autonomía de la administración. La ideología y la política, transformadas en apetencia de poder, despreciaron las reglas que la técnica administrativa les fija a los gobiernos: gastar en relación con los ingresos, preservar el valor de la moneda, endeudarse con mesura, practicar la transparencia, optimizar los costos y la productividad. Estas reglas remiten al doble papel que cumple la administración. En un sentido, establecen límites a los gobiernos a través de parámetros técnicos. En otro, formulan un marco legal, por medio del presupuesto. Si se fuera del derecho al psicoanálisis, podría decirse que actúa como un superyó de los gobernantes. Y representa para ellos el principio de realidad. Este acatamiento es lo que fracasó en la Argentina.

Si bien los Kirchner no fueron los primeros ni los únicos en alterar el equilibrio entre administración, política e ideología, sus gobiernos resultaron paradigmáticos del desprecio por las normas administrativas. La transgresión empezó con Néstor, que ante los superávits gemelos rechazó crear un fondo contracíclico y se autodesignó en la práctica ministro de Economía, desembarazándose de un elenco de calidad profesional. Cristina completó la obra aumentando indiscriminadamente el gasto, en una escala incomparable con la región y el mundo, y adulterando las estadísticas públicas, que constituyen una herramienta básica de la administración. ¿Por qué los Kirchner tomaron este tipo de decisiones, que no se permitieron, por ejemplo, Evo Morales a la izquierda y Sebastián Piñera a la derecha? La razón es el desprecio psicopático por la ley que encubre el afán de dominio. Desconocieron los límites, apostaron a desafiar las reglas del capitalismo postulando una redistribución del ingreso insostenible. La vida de los argentinos mejoró por un tiempo para retroceder después a los lamentables niveles de hoy, aunque este retroceso se deba también a la impericia y el modelo económico del actual gobierno.

La desconfianza internacional es la respuesta al incumplimiento de las normas del sistema. Y el FMI, antes que un auxilio, es el instrumento que el capitalismo posee para sancionarlo. Representa la conciencia administrativa que los gobiernos no fueron capaces de internalizar. Metafóricamente, actúa como el pedagogo insensible de una clase dirigente que permaneció en la niñez. El problema dramático es que no se sabe, a esta altura, si consiste en un recurso salvador o destructivo.

Con el FMI adentro, tasas de interés desorbitadas, pobreza, estancamiento e inflación, este país mal administrado se encamina a elegir nuevo presidente. Que no sorprendan entonces el recelo de los inversores y la angustia de los informados. No es para menos: el Gobierno enoja y desilusiona con un ajuste interminable; el peronismo no convence por falta de liderazgo y propuestas, y Cristina sencillamente aterra, ante la probabilidad cierta de que repita la misma historia.