Entre la circulación de las élites y la transformación del país

por Eduardo Fidanza 26/09/2017

A medida que pasan los días, una impresión se consolida: Cambiemos pareciera encaminarse a hegemonizar el poder, abriendo un período más o menos extenso en el que regirá el destino del país. Si esto se confirmara, ocurriría un hecho inédito: un gobierno no peronista administrará el Estado durante más de un mandato. La gesta de Alfonsín fue histórica, pero su dominio político resultó efímero, mientras que De la Rúa nunca lo alcanzó. Quienes pensaron, con ironía, que el de Macri era “el tercer gobierno radical” ahora están recalculando. A diferencia de aquellas experiencias, se empieza a constatar una transferencia múltiple y acaso duradera del poder. No sólo se trasladan votos, comienzan a mutar voluntades y proyectos, a cambiar la propiedad de medios de comunicación, a alcanzarse cierta unanimidad en la Justicia, a lograrse alineamientos y simpatías sindicales y empresarias. Las corporaciones intuyen la tendencia y modulan sus intereses y demandas ante un gobierno que poco a poco impone, con astucia y resortes administrativos, las nuevas reglas.

En la ascensión al poder, Pro vuelve a poner en juego el recurso clave de su éxito en la ciudad de Buenos Aires: la solución práctica de los problemas, antes que el discurso ideológico. Como se escribió en esta columna, recurriendo a una metáfora: el Metrobus vence a la lucha de clases. Al sistema de transporte rápido se agregan ahora dos herramientas que están teniendo un éxito incipiente: los créditos hipotecarios y las obras públicas. Emprendimientos de este tipo actúan como medicamentos de amplio espectro: alcanzan a las clases medias y medias bajas, facilitándoles la vida cotidiana y elevando el nivel de sus aspiraciones. La política social, trabajosamente negociada con los movimientos populares, busca cubrir a los sectores más vulnerables completando una oferta multisectorial, cuya clave es el pragmatismo y cuyos destinatarios son segmentos de población apolíticos, no clases sociales conscientes de sí. Es la gente en lugar del proletariado. Es la agenda, no la historia.

Captar estas mutaciones culturales constituye una de las explicaciones del ascenso de Pro. El afianzamiento de su dominio empieza por aprovechar un fenómeno poco novedoso: al votante medio no le interesa la política. Su vida transcurre en la esfera privada, determinada por las alternativas laborales, los lazos familiares y amistosos, la panoplia tecnológica, el entretenimiento, las redes sociales e Internet, el consumo, la fugaz sexualidad. A ese ciudadano apolítico, con déficit de atención y sumido en el multitasking, le calzan las herramientas antes que los argumentos. Inadvertidamente, las apps se fueron convirtiendo en el paradigma de sus aspiraciones cotidianas: comprar pizza, detectar un síntoma físico, conseguir transporte, concertar una cita, jugar o hacer una broma, deben resolverse rápido para pasar a la siguiente escena donde aguardan Netflix, la consola de juegos, el deporte a toda hora, el dilatado universo de las redes y las compras. En ese mundo de estímulos múltiples y búsqueda de soluciones prácticas, la política exitosa emula la tecnología digital: es una aplicación a gran escala para facilitar la vida. Con lucidez, Pro lo descubrió y lo factura.

El nuevo poder no se sustenta, sin embargo, sólo interpretando tendencias culturales. Necesita al menos dos condiciones más: una economía floreciente y el desprestigio de otras alternativas políticas. Por empezar, el éxito de un gobierno moderno estriba en generar bienestar económico o en hacer creer que lo proveerá en el futuro cercano. Alcanzado ese requisito, se celebra el contrato con el votante apolítico, que consiste en recibir beneficios materiales a cambio de consenso y apatía. En términos metafóricos: ir al shopping a comprar, no a la plaza a protestar. Para inducir esa conducta, se requiere sostener el consumo con inversiones, o con el recurso espurio del endeudamiento o la emisión monetaria. Macri (a su pesar) eligió empeñarse; el populismo abusó de la maquinita. Pero el desafío de ambos es el mismo, más allá de su concepción política: satisfacer las expectativas de bienestar material, porque su frustración suele hundir a los gobiernos.

Los factores del éxito de Pro rematan con el descrédito del kirchnerismo, cuya agonía se acelera al ritmo de las declaraciones desatinadas de su jefa. Una doble pinza está socavando a Cristina: por un lado, su exposición a medios de comunicación indóciles; por el otro, el avance de las causas por corrupción que la involucran.

Se cierra un ciclo, caen los antiguos liderazgos, los poderes fácticos se alinean con la nueva jefatura. Hasta aquí, diría Pareto, asistimos a un episodio más de la circulación de las elites. En lenguaje llano: a un cambio de figuritas en la cima del poder. Resta saber si el hábil Pro y sus socios se conformarán con ese cómodo destino o emprenderán una transformación profunda y arriesgada del país.