El triunfo del hombre hueco

por Eduardo Fidanza 14/11/2016

Y Finalmente, contra la mayoría de los pronósticos, la “política de la ira”, de la que se habló la semana pasada en esta columna, se impuso en las elecciones norteamericanas. Como lo interpretó el periodismo, fue la rebelión de las clases media y trabajadora disgustadas con el establishment, que las marginó del bienestar y la esperanza en el futuro. Avala esta descripción un dato clave: a pesar de los millones de puestos de trabajo creados durante la administración Obama, el ingreso medio de las familias americanas permanece estancado desde principios de siglo. Creció el PBI, pero ese incremento no se derramó sobre la mayoría. La incertidumbre material y el miedo a empeorar la inclinaron por un outsider, desechando su falta de antecedentes y las reservas sobre su moralidad. Pero más allá de la angustia económica de los norteamericanos y de las alternativas de la campaña -Clinton no fue una buena candidata-, el triunfo de Trump es el síntoma de una mutación más profunda, que anuncia una nueva época de la historia mundial.

Sin agotar el tema, podría argumentarse que al menos tres factores convergen en este cambio, cuya rostro trágico es la desigualdad. Ellos son: la desnaturalización del sistema democrático, la globalización económica y el efecto de la revolución tecnológica sobre el empleo. La pérdida de sustancia democrática no es un fenómeno nuevo. Consiste en la transformación de las democracias en plutocracias, es decir, en gobiernos conformados por élites que concentran el poder y deciden sobre el destino de los ciudadanos, devenidos súbditos de una dominación invisible.

Las transacciones entre las aristocracias definen las políticas públicas, debilitan los controles republicanos, reparten las oportunidades entre pocos, facilitan la corrupción. El retrato de las élites norteamericanas trazado por Wright Mills a mediados del siglo pasado resulta ejemplar de estos fenómenos. Y más cerca, Democracia S.A., de Sheldon Wolin, los muestra en toda su crudeza contemporánea. Hillary Clinton, tal vez a su pesar, terminó representando a esa democracia desencantada, que tampoco pudo transformar Obama.

El balance de la globalización arroja más pérdidas que ganancias, considerando los ingresos de las familias, que en buena medida explican las razones del voto. La globalización está impulsando la inequidad no tanto entre las naciones, sino entre los trabajadores al interior de ellas, con incidencia particular en los países ricos como Estados Unidos y Gran Bretaña. El economista Branko Milanovic explica que la especialización en exportaciones sofisticadas aumenta la brecha entre los salarios de los trabajadores calificados y los no calificados. Y las importaciones con poco valor agregado, junto a la tercerización, también reducen los sueldos o aumentan el desempleo de los asalariados con menos preparación. En procesos como éstos deben encontrarse parte de las razones de Trump y sus votantes. Para esta gente, abrirse al mundo significa perder, no ganar e integrarse.

La revolución tecnológica es la frutilla del postre. A principios de este año, un informe del World Economic Forum (WEF) estimó que debido a los avances en la genética, la digitalización, la inteligencia artificial y la impresión en 3D, se perderán a corto plazo 5 millones de puestos de trabajo. Este proceso, al que el WEF llama “cuarta revolución industrial”, llevó al economista principal del Banco de Inglaterra, Andy Haldane, a advertir que habrá “grandes perturbaciones no solamente en los modelos empresariales, sino también en el mercado laboral durante los próximos cinco años”. La cuestión es alarmante porque según Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, la evolución tecnológica ha tomado velocidad exponencial en la etapa actual, que ellos bautizaron, con gran suceso, como “La segunda era de las máquinas”. Las capas medias y bajas de la población, con educación insuficiente para adaptarse a la transformación, temen ser reemplazadas por robots. En el imaginario popular, Trump las defenderá de ellos.

Hasta aquí las razones que podrían explicar el ascenso del magnate neoyorquino. Pero él también significa otra cosa: la pérdida de estilo, el abandono de una ética y una estética asociada -acaso idealmente- a la democracia liberal y al capitalismo productivo. Para los intelectuales tributarios de esa tradición, los liberals, Trump implica una tragedia, como lo expresó con frustración un editorial de The New Yorker esta semana. El editor, sin piedad, llama al presidente electo “un hombre hueco” (a hollow man), codicioso, mendaz y fanático. Es paradójico: recurre a la misma expresión usada por T. S. Eliot para titular su célebre poema, que es una metáfora del hombre contemporáneo: “Somos los hombres huecos/ Los hombres rellenos de aserrín/ Que se apoyan unos contra otros/ Con las cabezas llenas de paja”.

Tal vez no haya que dramatizar. La burocracia norteamericana racionalizará los excesos de Trump, sin reparar en si se expresa a sí mismo o representa al hombre actual. Mientras tanto, los progresistas, en lugar de gemir, podrían preguntarse qué hicieron para evitar que llegara a la cima. Las principales razones de su éxito tienen que ver con la injusticia.