Detrás de las manifestaciones se discute el capitalismo

18/04/2017

Después de la masiva manifestación de apoyo al Gobierno y del paro de la CGT hubo múltiples reacciones. Algunas resultaron previsibles, como las descalificaciones provenientes del kirchnerismo y las voces, igualmente esperables, de los funcionarios, que recibieron la marcha como un aliento vital y cuestionaron la huelga. En lo que pareció una contestación especular a la intolerancia K, se extendió también una interpretación maniquea de los hechos. Es la idea de que existen dos países: uno responsable, trabajador y defensor de las instituciones, y otro aprovechador, autoritario, vago y desordenado. Tal vez sin quererlo, el Presidente contribuyó a esa mirada al complacerse con una movilización donde no hubo micros ni choripanes, que son los significantes de la manipulación de los trabajadores que se atribuye al sindicalismo.

Es cierto que existieron motivos para reacciones destempladas, después de un mes de protestas que ocuparon la calle en forma abusiva y culminaron con las injurias al Presidente el 24 de marzo. La respuesta cívica fue una amplia manifestación, que en forma espontánea y pacífica se solidarizó con el Gobierno. Sin embargo, la propia consigna movilizadora -la defensa de la democracia- semeja, otra vez, una respuesta especular al “Macri sos la dictadura”. La democracia somos nosotros, los que la defendemos; la dictadura son ustedes, los que la agreden: esta hipérbole no es justificable en un país que dirime sus conflictos con métodos democráticos, aunque imperfectos. Existe una paradoja que no advierten, o desechan, los militantes de ambos lados: la democracia, entre sus derechos, permite la libertad de reunión para proclamar que el contrincante es un dictador que no la respeta. Son aleccionadores los extremos: Hebe de Bonafini y Baby Etchecopar pueden interpretar sus grotescos personajes porque rige la democracia.

¿Qué hay debajo de esta superficie tumultuosa? ¿Qué se dirime en el fondo? Para responder tal vez sea útil regresar a Antonio Gramsci y a ciertas lecciones de la historiografía marxista. El italiano distinguía dos dimensiones para analizar una sociedad: la orgánica, que es permanente y depende de factores estructurales, y la coyuntural, que reúne fenómenos contingentes e inmediatos que “dan lugar a una crítica política mezquina, cotidiana, que se dirige a los pequeños grupos dirigentes y a las personalidades que tienen la responsabilidad inmediata del poder”.

Este texto es paradójico, pues la distinción gramsciana encaja con la teoría del “círculo rojo”, que cautiva a los hombres del Presidente y les sirve para minimizar críticas. Pero quizá sea la pista de una transformación estructural incipiente. Resulta plausible que por debajo de la ruidosa coyuntura de las manifestaciones callejeras y los círculos rojos, se asista a un realineamiento de fuerzas económicas y políticas en búsqueda de una nueva configuración del mercado, el Estado y la sociedad.

Ese movimiento profundo en la estructura económica y social del país consistiría en una modernización pospopulista del capitalismo, para adecuarlo al desarrollo de sus fuerzas productivas y alinearlo con la etapa actual de la economía internacional. Eso significa alejarse de Venezuela y parecerse a los países de Occidente, cuyos incentivos a la economía de mercado favorecen las inversiones. Ese es precisamente el programa del Gobierno, encabezado por un partido de centroderecha, favorable a la economía privada. Por esa razón la Argentina es un leading case. El test consiste en saber si hay vida para el capital multinacional después del populismo radicalizado.

La resolución del caso es muy difícil, pero posiblemente se logre antes por el discernimiento que por la abstracción técnica. Esta que puede ser una forma de modernización autoritaria consiste en privilegiar la planilla de cálculo, que considera flujos de dinero y personas, sin referencias espaciales ni temporales. Sin historia y sin territorio. El discernimiento es una operación que procura desentrañar los nexos entre cultura y poder en contextos sociales particulares, como lo planteó el sociólogo Stuart Hall, crítico severo del thatcherismo. Se trata del reconocimiento de la diferencia específica de cada sociedad en el escenario global.

En la Argentina actual, detrás de las manifestaciones se discute el capitalismo. Si se abandonan las abstracciones técnicas y los extremos ideológicos, se verá que el progreso depende más de acuerdos sectoriales y consensos políticos que de ganar la calle. De allí, el acierto del gradualismo, porque implica comprensión de las relaciones de fuerza y de los rasgos históricos y culturales del país. Por eso, al cabo de este camino estrecho es probable que se alumbre un capitalismo aggiornado, pero al modo argentino, que habrá que ver si asimilan los inversores: con más eficiencia y productividad, aunque manteniendo el valor del salario y los derechos laborales y civiles, que constituyen conquistas históricas e irreversibles de los trabajadores.