Contradicciones weberianas en clave argentina

por Eduardo Fidanza 25/10/2018

La asignatura Pensamiento sociológico de Max Weber, que se imparte en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA desde hace más de 30 años, organizó la semana pasada una conferencia internacional sobre la obra del sociólogo alemán, cuya vigencia deslumbra un centenario después de su muerte. Una de las cuestiones abordadas en el encuentro constituye un rasgo distintivo de este autor: las contradicciones que atraviesan el capitalismo contemporáneo y afectan tanto a los individuos como a las estructuras sociales, extendiéndose desde la esfera íntima hasta las principales instituciones. Cada disyunción expresa una oposición fundamental: la que separa las demandas basadas en valores de los requerimientos de la estructuración y administración económica. Así, los conflictos entre carisma y organización, legitimidad y legalidad, convicción y responsabilidad, nación y mundo, plantean en diversos campos dilemas que cada sociedad resuelve con mayor o menor capacidad de síntesis.

El tránsito de la economía estatal a la economía de mercado, impulsado por el gobierno nacional, actualiza las contradicciones weberianas, que regresan en clave argentina, impregnando el debate no solo entre las fuerzas políticas sino al interior de cada una de ellas. Son disputas paradójicas, que harían las delicias de Max Weber: en el peronismo, una vertiente “racional” y dialógica se enfrenta a otra, “carismática” y sectaria; en Cambiemos, una socia estratégica impulsada por la “ética de las convicciones” combate a miembros de la administración, que valiéndose de la “ética de la responsabilidad” parecen preferir la especulación electoral antes que el rigor jurídico. Y por encima de las tensiones internas de cada grupo, a gobierno y oposición los divide un antagonismo mayor, típicamente weberiano: lo que para el oficialismo es una reorganización racional de la economía, para sus adversarios constituye un sometimiento severo e injusto.

Estas antítesis, cuya naturaleza no puede descifrarse invocando la ideología de los partidos, encierran una de las grandes lecciones de Weber que ante todo debería asimilar el Gobierno: en política no existe una diferencia tajante entre razón y sinrazón, sino un contrapunto entre racionalidades divergentes que poseen sus propios fundamentos culturales e históricos. Por eso, rechazar cualquier propuesta alternativa a la lógica del economicismo, poniéndola bajo el rótulo de irracional, es amputarse la riqueza simbólica y el sentido político de la otra cara de Jano: carisma, valores, legitimidad, justicia. Acaso este sea el servicio que le presta Elisa Carrió a la coalición gobernante, más allá de sus egolatrías: recordar que los valores e ideales son cruciales para transformar un país. El liderazgo presidencial requiere esa dimensión. Haber planteado las consignas de unir a los argentinos, eliminar la pobreza y combatir las mafias supone un desafío mucho más trascendente que el gris objetivo de recortar gastos y bajar la inflación, aunque sea indispensable.

Un componente clave de estas contradicciones, más aún cuando está en curso un ajuste económico, es la divergencia entre legalidad y legitimidad. En democracia ambos términos deberían coincidir, pero la realidad muestra que cuando existe desigualdad social muchos aspectos del ordenamiento legal resultan insuficientes o poco adecuados. Roberto Gargarella ha escrito páginas indispensables sobre esta cuestión, a propósito del derecho a la protesta, una situación siempre latente que requiere algo más que una interpretación represiva basada en el Código Penal. Bajo otro formato, este tema reapareció con motivo de la decisión de aplicar a los usuarios compensaciones retroactivas en el consumo de gas. Recurrir para eso a una ley de 1992, que las avala, no sería irrazonable en circunstancias normales, pero se torna discutible en medio de los aumentos siderales de precios que padecen la población y las pequeñas empresas. La legislación civil necesita el respaldo de la legitimidad, es decir del convencimiento del súbdito al que se le aplica. En política, si no se considera este requisito, la pura legalidad puede ser nefasta.

Recordar las dimensiones del carisma, la justicia, las convicciones y la legitimidad no significa anhelar liderazgos redentores ni mucho menos. Es, al contrario, un intento de mediar entre las visiones polarizadas de la política y la economía argentinas, que sin ahorrar angustia e incertidumbre condujeron al país de la temeraria demagogia de Cristina a la fría cirugía de Macri. Weber aspiraba a que las tensiones teóricas se resolvieran en la práctica conciliando los términos opuestos: carisma con administración, convicción con responsabilidad, legalidad con legitimidad, interés nacional con apertura al mundo.

Los sondeos de opinión coinciden en un punto: los argentinos no quieren populismos decadentes, pero tampoco ajustes sin horizonte. Queda librado a la capacidad de sus dirigentes rescatarlos, con inspiración weberiana, de este falso dilema.