Ante el temido vacío de poder

por Eduardo Fidanza 03/09/2018

A principios de mayo, cuando escalaba la corrida cambiaria, se sostuvo en esta columna un argumento obvio para una cultura presidencialista: sin carisma será difícil superar la crisis. El atributo al que se aludía, inspirado en Max Weber, remite a una cualidad distintiva del liderazgo político: la adhesión y la obediencia se obtienen “no en virtud de una costumbre o una ley”, sino por la creencia en la persona del jefe. En tiempos de extrema dificultad, esta virtud adquiere su máximo significado, porque los pueblos depositan la angustia y el desconcierto en individuos a los que otorgan la potencia de tranquilizarlos y mostrarles el rumbo para atravesar y superar el momento aterrador. Como enseñó Weber, el cabecilla político moderno recibe su impronta del antiguo dirigente religioso: la seguridad de vencer la tormenta proviene de la convicción del profeta transmitida a sus discípulos y de la fe de estos en su autoridad. Al líder carismático se le atribuye la aptitud de enfrentar y doblegar a fuerzas oscuras y devastadoras que amenazan la vida. Es el que logra revertir el temporal porque “el viento y el mar le obedecen”. Por eso manda.

Pero Weber no habría pasado a la historia por la mera comparación de los políticos contemporáneos con los héroes bíblicos. Afirma que en la modernidad, más decisivos aún que la vocación del líder son los “medios auxiliares” que utiliza para gobernar. Weber se refiere a esto: para que “las acciones humanas se organicen de acuerdo con la obediencia” el jefe necesita “un equipo de personal administrativo y los medios materiales de la administración”. Como se recordaba en la columna de mayo pasado, la fórmula del éxito político weberiano es una equilibrada síntesis de jefatura y administración. El presidente elegido más los funcionarios que designa son los que gobiernan. Los recursos del liderazgo se componen de las políticas públicas y del modo en que se implementan. Siendo así, para que se consolide el dominio y se afiance la legitimidad, deben existir capacidad de dirección, consistencia en las políticas e idoneidad de los funcionarios para aplicarlas.

Si se observa la crisis a la luz de este análisis se obtiene una conclusión dura para el Gobierno: fallaron la dimensión carismática del liderazgo, la lucidez de las políticas elegidas y la aptitud de los funcionarios para aplicarlas o corregirlas. Los spots presidenciales sin sustancia, la decisión de inducir una enorme recesión, las confusión del Estado con la empresa, la ausencia de precisiones sobre el rumbo, el desprecio de la política clásica, la falta de coordinación en la toma de decisiones, la soberbia y la negación supina de la realidad son una muestra surtida de esa triple falla que hace zozobrar al país. La consecuencia es el regreso a una temida desgracia argentina: el vacío de poder. El problema se potencia porque la debacle del Gobierno no puede ser compensada, al menos por ahora, por una oposición cohesionada y responsable que cumpla un difícil doble papel: colaborar con la administración para evitar el abismo, a la vez que se constituye en una alternativa sólida y creíble para 2019.

El vacío de poder se retroalimenta mediante una secuencia conocida: a las fallas e insuficiencias de los representantes les sigue el desencanto creciente de los representados, que incrementan su rechazo a la dirigencia a medida que los deglute la crisis. Macri y Cristina entusiasman cada vez menos, refugiados en sus votantes cautivos; el peronismo no resulta atractivo y sus intenciones son indescifrables. Ante la falencia de los partidos políticos se incrementa el protagonismo de los sindicatos y los movimientos sociales, que canalizarán en los próximos meses una protesta popular cuyas dimensiones y consecuencias no pueden mensurarse. Que no sorprenda: será la respuesta de la calle al ajuste económico y la licuación del poder político.

Frente a esta situación límite, se aguardan con particular ansiedad las decisiones que adoptará el Gobierno en las próximas horas para recuperar la iniciativa perdida en abril, cuando el Presidente dejó de dirigirse a la sociedad para sosegar a los mercados con el manual del liberalismo ingenuo. Lo que siguió fue una supresión del discurso político reemplazado por la receta contable del ajuste. No hay más espacio para ese camino si se quieren recuperar confianza y autoridad. El vacío no lo suturará el FMI, sino la decisión política. Lo que no otorgaron el carisma y la buena administración lo tendrá que proveer ahora una propuesta agónica en la que el dinero que falta lo faciliten las elites económicas, no la gente común.

Eso significa resolver el financiamiento hasta 2019 con fuentes de ingresos alternativas, evitando más recortes del presupuesto. Aunque se escandalicen los ortodoxos y protesten los que tengan que ponerse, si Macri mata a los votantes, deberá olvidarse de la reelección. Si, en cambio, les ofrece una noción de cómo crecer en lugar de empobrecerse, tal vez recupere el afecto popular antes de que sea demasiado tarde.