A elecciones, entre la grieta y la inercia

por Eduardo Fidanza 06/02/2019

Un aspecto es saludable: en pocos meses votaremos para elegir presidente cumpliendo el rito indispensable de la democracia, afianzada más allá de sus yerros después de 35 años de ejercicio. Pero no se trata solo del voto, ya que el pluralismo trajo otra significativa novedad: los problemas políticos se dirimen sin tragedia, suceden como un melodrama donde, más allá de excepciones repugnantes e impunes -como el caso Nisman-, no corre sangre. Es destacable en una región que exhibe casos crónicos de violencia política y social, algunos casi naturalizados. La pregunta es si con esas virtudes alcanza. Imposible no formularla a la vista de dos fenómenos estructurales desesperantes: una inflación fuera de toda escala que dificulta la vida cotidiana, la planificación de actividades y la celebración de contratos, y una pobreza creciente e indisimulable. A esto hay que sumarle la recesión, un episodio repetido del ciclo económico.

¿Qué significa esta combinación de elecciones democráticas con malestar social y económico? La pregunta no es solo para los argentinos, sino que expone un acontecimiento mundial: la democracia se desligó del bienestar. Sin distinción de partidos, sus líderes e instituciones perdieron sintonía con las necesidades populares, resignando legitimidad y prestigio. Los sondeos coinciden en este punto: menos confianza en los poderes constitucionales, apatía, vacío de orientación, enojo, búsqueda de liderazgos alternativos que desprecian el sistema. Inserta en esa ola, la Argentina exhibe datos inequívocos: sus dos principales dirigentes suscitan el rechazo de la mitad de la población, las expectativas de mejora se derrumban, la economía de las familias empeora. Con esos datos se inicia la carrera presidencial, donde la mayoría no elegirá al que considere mejor, sino al que le parezca menos detestable.

¿Cuál puede ser la especificidad argentina dentro de este fenómeno global? Postularemos dos rasgos que aunque no sean exclusivos resultan consustanciales con nuestra historia: la grieta ideológica y la inercia económica. Para empezar por la grieta, la escena que se representará durante la campaña es una versión apenas remozada de una antigua disputa entre dos términos: populismo y liberalismo. Desde el siglo XIX, esta contradicción adquirió distintas denominaciones: unitarios y federales, civilización y barbarie, causa y régimen, pueblo y oligarquía, peronismo y antiperonismo. Construidas como mitos, estas expresiones representaron comportamientos antitéticos: lo racional, universal, moderno, eficaz, culto y legal, de un lado; lo irracional, vernáculo, tradicional, ineficaz, inculto e ilegal, del otro. Los de arriba y los de abajo, los rubios y los morochos, los de Recoleta y los de González Catán. Aunque Sarmiento idealizara a Quiroga y algunos argentinos lúcidos tendieran puentes entre las dos orillas, al momento de tomar decisiones la mayoría respondió a la lógica de su clase o estamento. Y 2019 apunta a repetir la historia: si ellos no aflojan o no hay alternativa, serán los de Macri contra los de Cristina y viceversa, aun con las narices tapadas.

El otro rasgo distintivo es la inercia estructural de la economía, que plantea una paradoja: ocurre más allá de la controversia ideológica. Una historia desapasionada de las políticas económicas que se sucedieron desde que la Argentina perdió, en 1930, su estatus privilegiado en el comercio mundial muestra que las opciones no fueron muchas para financiar a una sociedad con expectativas de movilidad ascendente y recursos insuficientes para atenderlas. Liberales y populistas, pese a sus diferencias, fueron más eficaces para modernizar la sociedad que para desarrollar la economía. Desde 1930, esta exhibió déficits estructurales, sin que la industria y el campo alcanzaran para cubrirlos. Ante esas restricciones, Perón, Frondizi, los militares, Alfonsín, los Kirchner y Macri tropezaron con los mismos problemas y acudieron a parecidas decisiones, al ritmo de la coyuntura internacional. Devaluaron la moneda, protegieron y liberalizaron el comercio, ajustaron y expandieron el gasto, se endeudaron, agobiaron con impuestos, favorecieron y restringieron el consumo, emitieron sin respaldo. Es aleccionador ver cómo, en ciertos tramos, los liberales adoptaron recetas populistas y los populistas, recetas liberales. Acaso la excepción haya sido Menem, que recurrió a una magia de funesto desenlace.

Esto es lo que hay. Un marxista podría concluir: divisiones en la superestructura, continuidades en la infraestructura. Es decir, una cultura política e ideológica atravesada por sucesivas antinomias y una configuración económica cristalizada que no deja alternativas, más allá del ornamento retórico con que se encubran los programas. De aquí surge una conjetura inquietante: la clase dirigente sigue interpretando una discordia política sin convalidación en materia económica, mientras el país se hunde en la inflación y la pobreza. Tristes consecuencias de la grieta impostada y la inercia fatal con las que concurriremos a votar.