2018, EL AÑO QUE SE COBRÓ LOS ERRORES

por Eduardo Fidanza 07/01/2019

El año que concluyó fue traumático para el país. La crónica histórica registrará una crisis económica severa que seguramente será interpretada como un episodio más de un ciclo iniciado muchas décadas atrás y repetido con características parecidas cada 10 o 12 años. Visto en forma retrospectiva, lo que sucedió en el 2018 era muy probable: que habiendo optado el Gobierno por un fuerte endeudamiento externo para financiar una estrategia gradualista, el cese súbito del flujo de capitales exógenos generara un déficit inmanejable dejando a la vista la debilidad del sistema. Este duro desenlace muestra, como coinciden los observadores lúcidos, un error de diagnóstico inicial: creer que un mundo financiero codicioso, velocísimo e inorgánico acompañaría la corrección lenta de la macroeconomía de un país imprevisible que juega en las ligas menores del concierto internacional.

¿Por qué pudo haber ocurrido esta equivocación, cuyas consecuencias provocan sufrimiento en la sociedad e incertidumbre en el oficialismo, que transitó desde la reelección casi resuelta a la angustia de una victoria exigua o improbable? Da la impresión de que este tipo de error proviene de lo que el psicólogo A. T. Beck llamó distorsiones cognitivas: equívocos en que incurre el pensamiento al procesar e interpretar la información que proviene del entorno. El gobierno de Cambiemos desarrolló un amplio repertorio de incongruencias cognitivas: primero, definió sus principales políticas mirando las encuestas antes que los problemas; segundo, sobreestimó su propia capacidad, convenciéndose de que conformaba un equipo de calidad insuperable -“el mejor en los últimos 50 años”-; tercero, estableció una causalidad errónea al suponer que la simpatía política de las principales potencias desencadenaría un flujo incondicional de dólares frescos e inversiones productivas; cuarto, confundió el apoyo electoral con el poder político real; y, quinto, subestimó la gravedad de la situación heredada.

Acaso una hipertrofia de la subjetividad fundamente todas estas distorsiones. Se potenció el vínculo, inspirado en el marketing, entre lo que quiere “la gente” y lo que el gobierno ofrece para satisfacerla, sin advertir que por fuera de este juego de oferta y demanda político comercial existen realidades objetivas internas y externas: fragilidad estructural de la economía, ineficiente asignación de recursos, debilidad secular de los gobiernos no peronistas, ausencia de consenso político, desconfianza en un país que destruyó su moneda para financiarse con recursos espurios, despiadada timba financiera global. Datos severos que fueron menospreciados por un gobierno tal vez bienintencionado que, sin embargo, sucumbió al canto de las sirenas de su propio narcisismo: somos los mejores intérpretes de la sociedad, no perderemos el tiempo en consultas, haremos la transformación que nadie pudo hacer, no precisamos el consenso, la inflación es lo más fácil de resolver.

Si aún se puede aprender de los errores, la omnipotencia debería ser materia de meditación para los próximos gobiernos, al menos por una razón paradójica: si el reflejo triunfalista de Cambiemos fue ocultar al principio la triste verdad de la herencia porque “la gente” no quería malas noticias, su fracaso posterior arrastró a la sociedad a una desnuda constatación: si la Argentina no crea recursos genuinos no tendrá futuro. Seguirá generando pobres, potenciando conflictos, provocando desconfianza. Esta restricción, que la actual administración no quiso, no supo o no pudo ver, es la que heredará la próxima, independientemente del partido a la que pertenezca. El peronismo, obsesionado por la posibilidad de recuperar el poder, no parece advertir este hecho. Sus candidatos siguen soñando como Macri y otros antes que él: si llego, me las arreglaré solo, tendré los votos y la iluminación de los elegidos. Habría que recordarles que ni a Néstor Kirchner le alcanzó con las excepcionales condiciones que le tocaron. Su solipsismo autoritario comprometió el futuro del país. Algo que su esposa se encargó, desgraciadamente, de potenciar.

2018 no tuvo piedad: se cobró los errores del Gobierno y la oposición, dejando extenuada a la sociedad. El daño sufrido es inconmensurable. En lo inmediato, dos síntomas resultan alarmantes: la fragmentación del poder al interior de las elites y el desahucio de la economía real. Una sorda guerra de intereses en la cima, mientras en la base sucumben los emprendimientos y las pequeñas y medianas empresas que sustentan el empleo. Eso para no hablar de la pobreza. En fin, una densa trama de conflictos, recesión e injusticias de la que emana recelo e incertidumbre.

No obstante habrá que apostar, como exigía Pascal. Este es quizás el desafío del porvenir: disminuir la omnipotencia política, asumiendo que por mucho tiempo en la Argentina nadie podrá solucionar los problemas solo. Esa es la inflexión que tal vez cambie el destino. Si se la desecha, los años, implacables, seguirán cobrándose nuestras equivocaciones.